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martes, 27 de agosto de 2013

Jazzazza



Hay un local de jazz muy especial en Murcia, el Jazzazza, al que he ido unas cuantas veces. Recuerdo la sala a reventar el día del concierto de T. J. Jazz Quartet (foto de arriba). El bar está preñado de discos, libros, souvenirs de viajeros y detalles de esos que uno se queda mirando. Uno de esos detalles me llamó la atención, así que le eché una fotografía.




Es un ensayo de Henry Miller publicado en la revista USA, en el número de verano de 1930. Es imposible encontrarlo en Internet, así que he decidido colgarlo aquí para el que quiera leerlo. La traducción está hecha con todo mi respeto hacia las palabras de Miller, pero no soy traductora, así que se admiten correcciones. Disfruten, como debieron de disfrutar los juerguistas de esa noche que describe el autor...


Jazzazza
An Essay By Henry V. Miller.

Through the smoke the splintered mass emerges, the lines twisted by convulsions, the forms writhing with epilectic vigor. Music gushes forth like bright blood pouring from many gashes. Out and out it flows, drenching the walls, the tables, the floor and ceiling, and all the flesh-strewn room with its flesh-born odors. Pale, skinny females smothered in lace and pearl smoke tremble in the clutch of ebony giants whose robust limbs are swollen with sap and blood. In vague harmonic theorems, restless as watered silk, the music sieves through the dulled spirits of the crowd.

Rising above his men like a piece of twisted ebony, his joints crackling with electricity, eyeballs glazed like two oysters on the half-shell, Sap Sapolio Sapiens reels with the vertigo of lust. The traps reverberate in his ears: they sound in frozen thuds pierced with cocaine and strychnine. His pink tongue licks the phosphorus from his teeth and sheds an incandescent glow over his palate.

With bland slip-like moves he distils a blare of vertiginous fanfares: barrel-organ tunes, orchestrion dreams, ocarina jigs. The sourish notes of the clarinet are lost in a sonorous snuffle.

Here in the black belt, jazz rears its anonymous, ruttish voice. Here the somnolent colossus of toil, ennobled by the savage lyrism of the crowd, expresses its heavy aspirations.

A mulatto with banjo eyes moves from table to table. She wears full length saffron tights and has the refined air of a Borgia. Her bossom, stuffed with greenbacks, is like the tropic of cancer. She sings with her taffeta hips the song of a strangulated corpse. A parrot-blue spotlight bathes her in a sloe gin fizz. There’s a fury in her eyes, at the climax, like dark hot coals, and in her flapping mouth the thick blood beats. Opening wide her legs she sinks –slowly, like a sinful necklace caressing the taut plus of a casket.

Above the drone of voices the electric fans hum. Smoke, blowing down in knife-blue drifts, separates the blacks from the whites. Tiny tables, spinning with drinks, press their glistening rims hard against the blubber bellies of the obese. Under the tables inextricable limbs are mired in lascivious confusion. Elbows up-raised, pushing their foamy prows, the waiters glide smilingly, mirthlessly. They leave trails of caviar, quails, gold teeth, polished ambergris and odor of musk. Great gulls, swooning with avarice, follow in their wake. The drone increases and rises to roar churned by a blur of propellors.

The music bursts with a brassy crash. Everything trembles and glitters in the mad press of flesh. A shaft of goulish green invades the swirling figures that toss on the sagging floor. The saxophone bleats a wave of horripilation through the frenzy. Suddenly, high above the conflicting voices of the choir, the cornet blares with carbolic impudence and the figures on the dais are galvanized with lust. A towering twist of ebony scraping the ceiling with his wand, Sap Sapolio Sapiens grites in shuddering ecstasy, a musical Acrobat on a stage of delirium tremens. Like a Druid shot with creosote he gathers up the warm notes of dragon’s blood. From the crowd steams an aromatic vapor of camphor and patchouli. The music boils and bubbles into a limbo of ultraviolet. Restless and throbbing with a powerful communicative beat, the musicians are welded by inexplicable rhythms. Their faces are Black roses smothered by night. And over the black roses the drum drops its rhythmic sparks.

With the dawn they knock off, like union plumbers. The floor, empty as a trough, gives off the cold, waxen gleam of a cadaver. It throws a wan glow over the laminated queen of spades shuffling to the cloak-room. Ripping off her saffron tights she exhibits the wilted petals of her exhausted grace. She curls up like a tall venereal flower kissed by a poisonous dew.

A string of saw-dust dolls, some white, some brown, some black as the royal prostitute of the Apocalypse, file out into chalky, dawn-strewn streets. They bounce with lewd vigor in their tiny high-heeled shoes.

The Great-I-Am, wreathed in a celluloid collar, walks splay-footed down the Avenue. Under his arm is a black, funerary case containing a breath from the plagues of Egypt. He walks like a beautiful cloud of night, chewing the paludal ooze blues. On the ceiling of the sky the stars reel in a milky vertigo and the dawn trembles with trombone glissades. In its upper partials the piano of light spreads a sheeny glamour of melting beauty. The angels of heaven assert themselves with warm, lush obbligatos.


Jazzazza
Un ensayo de Henry V. Miller

A través del humo surge la masa disidente, las filas torcidas por convulsiones, las formas retorciéndose con vigor epiléptico. La música chorrea como sangre brillante que brota de muchas heridas. Fuera como fuera fluye, empapando las paredes, las mesas, el suelo y el techo, y toda la sala sembrada de carne con sus olores a humanidad. Pálidas, delgadas mujeres cubiertas con encajes y humo color perla tiemblan en las garras de gigantes de ébano cuyas extremidades robustas están hinchadas con savia y sangre. En vagos teoremas armónicos, inquieta como la seda empapada, la música se tamiza a través de los espíritus adormecidos de la multitud.

Sobresaliendo por encima de sus hombres como un trozo de ébano retorcido, sus articulaciones crepitando con electricidad, los ojos vidriosos como dos ostras en su concha, Sap Sapolio Sapiens se tambalea con el vértigo de la lujuria. Las trampas resuenan en sus oídos: suenan en golpes congelados perforados con la cocaína y la estricnina. Su lengua rosada lame el fósforo de sus dientes y arroja un resplandor incandescente sobre su paladar.

Con suaves movimientos deslizados, destila un fragor de vertiginosas fanfarrias: melodías del organillo, sueños orquestales, plantillas de ocarina. Las notas agrias del clarinete se pierden en un sonoro resoplido.

Aquí, en el cinturón negro, el jazz levanta su anónima voz surcada. Aquí el somnoliento coloso del trabajo duro, ennoblecido por el lirismo salvaje de la multitud, expresa sus fuertes aspiraciones.

Una mulata de ojos de banjo se mueve de mesa en mesa. Lleva medias largas azafrán y tiene el aire refinado de una Borgia. Su bossom, relleno de billetes verdes, es como el Trópico de Cáncer. Canta con sus caderas de tafetán el canto de un cadáver estrangulado. Un foco cenital azul la baña en un burbujeo de aguardiente de endrinas. Hay una furia en sus ojos, en el climax, como ascuas oscuras, y en su boca alada late la abundante sangre. Abiertas sus piernas, se hunde, despacio, como un collar de pecado acariciando the taut plus de un ataúd.

Por encima del zumbido de las voces suenan los ventiladores eléctricos. El humo, soplando en derivas como un cuchillo, separa a los negros de los blancos. Mesas diminutas, girando con bebidas, presionan sus brillantes bordes con fuerza contra los grasientos vientres de los obesos. Bajo las mesas, extremidades inextricables están sumidas en lasciva confusión. Los codos alzados, empujando sus espumosas cabezas, los camareros se deslizan sonriendo, sin alegría. Dejan rastros de caviar, codornices, dientes de oro, ámbar gris pulido y olor a almizcle. Grandes gaviotas, desmayándose con avaricia, siguen en su estela. El zumbido aumenta y se eleva a rugido batido por la falta de propulsores.

La música estalla con un accidente de latón. Todo tiembla y brilla en la loca presión de la carne. Un rayo de mórbido verde invade las figuras arremolinadas que se arrojan al suelo. El saxo bala una ola horripilante a través del frenesí. De pronto, por encima de las voces conflictivas del coro, la bocina resuena con descaro carbólico y las figuras sobre el escenario son galvanizadas con lujuria. Un gran giro de ébano raspando el techo con su varita, Sap Sapolio Sapiens rechina los dientes en estremecedor éxtasis, un acróbata musical en un escenario de delirium tremens. Como el tiro de un druida con creosota, recoge las notas cálidas de la sangre de dragón. De la multitud nace un vapor aromático de alcanfor y pachuli. La música hierve y burbujea en un limbo de ultravioleta. Inquietos y palpitando con un potente ritmo comunicativo, los músicos se unen por ritmos inexplicables. Sus caras son rosas negras bañadas por la noche. Y sobre las rosas negras, el tambor deja caer sus destellos rítmicos.

Con el amanecer terminan la jornada, como fontaneros sindicales. El suelo, vacío como un canal, emite el frío brillo de cera de un cadáver. Arroja una luz pálida sobre la reina de espadas que arrastra los pies hacia el guardarropa. Arrancadas sus medias azafrán, exhibe los pétalos marchitos de su encanto agotado. Se acurruca como una alta flor venérea besada por un rocío venenoso.

Una cadena de muñecas de aserrín, algunas blancos, otras marrones, algunas negras como la prostituta real del Apocalipsis, se enfilan hacia las calcáreas calles salpicadas del amanecer. Se balancean con vigor lascivo en sus diminutos zapatos de tacón alto.

El Great-I-Am, envuelto en un collar de celuloide, camina avenida abajo. Bajo su brazo hay una urna funeraria negra conteniendo el aliento de las plagas de Egipto. Camina como una hermosa nube de la noche, masticando el palustre exudado del blues. En el techo del cielo las estrellas se tambalean en un vértigo lechoso y la aurora tiembla con notas de trombón. En sus parciales superiores el piano de la luz propaga un brillante glamour de belleza derretida. Los ángeles del cielo se reafirman con los cálidos y exuberantes obbligatos.



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