Páginas

lunes, 4 de noviembre de 2013

Dar vida al padre



Tiempo de vida
Marcos Giralt Torrente
Editorial Anagrama, Barcelona, 2011.
208 páginas.
ISBN 978-84-339-7211-8



Hay cosas que cada vez me pasan menos, por ejemplo, poner la radio y que una canción me sorprenda y me haga mirar el mundo con otros ojos. Este libro (novela, testimonio vital, tampoco hay mucha diferencia) es una de esas cosas que no pasan muy a menudo.

Premio Nacional de Narrativa, Giralt Torrente escribe en esta obra sobre su relación con su padre en una época de tránsito, cuando su padre había fallecido y esperaba el nacimiento de su hijo. Es un tema difícil, sería fácil caer en tópicos y en sentimentalismos, pero el autor reconoce sus límites y sortea todas las trampas de tradiciones literarias y escribe algo que me ha impactado, por honesto, por compasivo, porque la lucha interna que hay que pasar para escribir algo así tiene que dejar huella en el espíritu, recuerdo de una batalla victoriosa. 

Hay un juego de espejos en esta obra, donde se refleja la luz del escritor en el espejo de la madre, del padre y en el del abuelo; y la luz del padre se refleja a su vez en su propio padre y en su hijo. Todos estos reflejos son las similitudes, las diferencias, el parentesco y los momentos vividos. Hace que uno se pregunte: ¿qué forja una relación? ¿Qué tiene más importancia? ¿Qué salvar, qué proteger, qué perdonar? 

El lector puede ir cambiando de espejos y de perspectiva conforme avanza la narración, volviéndose el plano más largo, lleno de detalles, recordando a La ventana indiscreta de Hitchcock. Pero lo más impresionante es que sabes que todo lo que estás leyendo es real. No hay artificio literario ni figura retórica, ya se sabe cuál será el final desde la primera página -como tantas cosas se saben antes de vivirlas. No hay argumentación ni moraleja, tan sólo vivencias, empatía y un intento de ser algo mejores que lo que se presupone a nuestra triste condición humana. 

No entiendo cómo no he sabido antes de este libro. No he oído a nadie que me haya dicho "¡Me encanta este libro, tienes que leerlo!", no he visto carteles ni anuncios. Casualmente leí una opinión en un artículo literario en el que citaban una frase del autor y, tras buscar y leer las primeras páginas, necesitaba leer el resto. Va por la 4ª edición desde que fue publicado en mayo de 2010 y, qué quieren que les diga, me parecen pocos ejemplares. No recuerdo cuándo fue la última vez que un libro me conmovió tanto y me recordó por qué escribo. Esta obra es la prueba de que las palabras tienen un poder que se subestima, que la literatura no debe servir sólo para evadirse, sino para comprender mejor la realidad y ganar algo de perspectiva en la vida. Leyendo este libro he pensado en cosas que aún no me han tocado vivir, pero que me tocarán. Y espero tener el valor de vencer a mis demonios y de escribirlas cuando llegue el momento.

Quería cerrar esta entrada con alguna cita, pero el libro entero es subrayable. He doblado las esquinas de tantas páginas que he dejado mi ejemplar hecho un acordeón. Así que cierro la entrada como el autor cierra el círculo de esta narración, dejándoles buen sabor de boca con una de mis conclusiones preferidas: somos hijos del azar, al igual que lo fueron nuestros padres y lo serán nuestros hijos, y aceptando que el futuro es incierto y que el pasado no se puede cambiar, la mejor carta que tenemos es la de intentar ponernos en el lugar del otro. Porque nuestros padres también fueron hijos que culparon de cosas a sus padres, pero en algún momento se presentó la oportunidad de absolverlos, de comprenderlos, de amarlos. La vida tiene fecha de caducidad, pero lo que no caduca es la capacidad humana de perdonar. 




martes, 27 de agosto de 2013

Jazzazza



Hay un local de jazz muy especial en Murcia, el Jazzazza, al que he ido unas cuantas veces. Recuerdo la sala a reventar el día del concierto de T. J. Jazz Quartet (foto de arriba). El bar está preñado de discos, libros, souvenirs de viajeros y detalles de esos que uno se queda mirando. Uno de esos detalles me llamó la atención, así que le eché una fotografía.




Es un ensayo de Henry Miller publicado en la revista USA, en el número de verano de 1930. Es imposible encontrarlo en Internet, así que he decidido colgarlo aquí para el que quiera leerlo. La traducción está hecha con todo mi respeto hacia las palabras de Miller, pero no soy traductora, así que se admiten correcciones. Disfruten, como debieron de disfrutar los juerguistas de esa noche que describe el autor...


Jazzazza
An Essay By Henry V. Miller.

Through the smoke the splintered mass emerges, the lines twisted by convulsions, the forms writhing with epilectic vigor. Music gushes forth like bright blood pouring from many gashes. Out and out it flows, drenching the walls, the tables, the floor and ceiling, and all the flesh-strewn room with its flesh-born odors. Pale, skinny females smothered in lace and pearl smoke tremble in the clutch of ebony giants whose robust limbs are swollen with sap and blood. In vague harmonic theorems, restless as watered silk, the music sieves through the dulled spirits of the crowd.

Rising above his men like a piece of twisted ebony, his joints crackling with electricity, eyeballs glazed like two oysters on the half-shell, Sap Sapolio Sapiens reels with the vertigo of lust. The traps reverberate in his ears: they sound in frozen thuds pierced with cocaine and strychnine. His pink tongue licks the phosphorus from his teeth and sheds an incandescent glow over his palate.

With bland slip-like moves he distils a blare of vertiginous fanfares: barrel-organ tunes, orchestrion dreams, ocarina jigs. The sourish notes of the clarinet are lost in a sonorous snuffle.

Here in the black belt, jazz rears its anonymous, ruttish voice. Here the somnolent colossus of toil, ennobled by the savage lyrism of the crowd, expresses its heavy aspirations.

A mulatto with banjo eyes moves from table to table. She wears full length saffron tights and has the refined air of a Borgia. Her bossom, stuffed with greenbacks, is like the tropic of cancer. She sings with her taffeta hips the song of a strangulated corpse. A parrot-blue spotlight bathes her in a sloe gin fizz. There’s a fury in her eyes, at the climax, like dark hot coals, and in her flapping mouth the thick blood beats. Opening wide her legs she sinks –slowly, like a sinful necklace caressing the taut plus of a casket.

Above the drone of voices the electric fans hum. Smoke, blowing down in knife-blue drifts, separates the blacks from the whites. Tiny tables, spinning with drinks, press their glistening rims hard against the blubber bellies of the obese. Under the tables inextricable limbs are mired in lascivious confusion. Elbows up-raised, pushing their foamy prows, the waiters glide smilingly, mirthlessly. They leave trails of caviar, quails, gold teeth, polished ambergris and odor of musk. Great gulls, swooning with avarice, follow in their wake. The drone increases and rises to roar churned by a blur of propellors.

The music bursts with a brassy crash. Everything trembles and glitters in the mad press of flesh. A shaft of goulish green invades the swirling figures that toss on the sagging floor. The saxophone bleats a wave of horripilation through the frenzy. Suddenly, high above the conflicting voices of the choir, the cornet blares with carbolic impudence and the figures on the dais are galvanized with lust. A towering twist of ebony scraping the ceiling with his wand, Sap Sapolio Sapiens grites in shuddering ecstasy, a musical Acrobat on a stage of delirium tremens. Like a Druid shot with creosote he gathers up the warm notes of dragon’s blood. From the crowd steams an aromatic vapor of camphor and patchouli. The music boils and bubbles into a limbo of ultraviolet. Restless and throbbing with a powerful communicative beat, the musicians are welded by inexplicable rhythms. Their faces are Black roses smothered by night. And over the black roses the drum drops its rhythmic sparks.

With the dawn they knock off, like union plumbers. The floor, empty as a trough, gives off the cold, waxen gleam of a cadaver. It throws a wan glow over the laminated queen of spades shuffling to the cloak-room. Ripping off her saffron tights she exhibits the wilted petals of her exhausted grace. She curls up like a tall venereal flower kissed by a poisonous dew.

A string of saw-dust dolls, some white, some brown, some black as the royal prostitute of the Apocalypse, file out into chalky, dawn-strewn streets. They bounce with lewd vigor in their tiny high-heeled shoes.

The Great-I-Am, wreathed in a celluloid collar, walks splay-footed down the Avenue. Under his arm is a black, funerary case containing a breath from the plagues of Egypt. He walks like a beautiful cloud of night, chewing the paludal ooze blues. On the ceiling of the sky the stars reel in a milky vertigo and the dawn trembles with trombone glissades. In its upper partials the piano of light spreads a sheeny glamour of melting beauty. The angels of heaven assert themselves with warm, lush obbligatos.


Jazzazza
Un ensayo de Henry V. Miller

A través del humo surge la masa disidente, las filas torcidas por convulsiones, las formas retorciéndose con vigor epiléptico. La música chorrea como sangre brillante que brota de muchas heridas. Fuera como fuera fluye, empapando las paredes, las mesas, el suelo y el techo, y toda la sala sembrada de carne con sus olores a humanidad. Pálidas, delgadas mujeres cubiertas con encajes y humo color perla tiemblan en las garras de gigantes de ébano cuyas extremidades robustas están hinchadas con savia y sangre. En vagos teoremas armónicos, inquieta como la seda empapada, la música se tamiza a través de los espíritus adormecidos de la multitud.

Sobresaliendo por encima de sus hombres como un trozo de ébano retorcido, sus articulaciones crepitando con electricidad, los ojos vidriosos como dos ostras en su concha, Sap Sapolio Sapiens se tambalea con el vértigo de la lujuria. Las trampas resuenan en sus oídos: suenan en golpes congelados perforados con la cocaína y la estricnina. Su lengua rosada lame el fósforo de sus dientes y arroja un resplandor incandescente sobre su paladar.

Con suaves movimientos deslizados, destila un fragor de vertiginosas fanfarrias: melodías del organillo, sueños orquestales, plantillas de ocarina. Las notas agrias del clarinete se pierden en un sonoro resoplido.

Aquí, en el cinturón negro, el jazz levanta su anónima voz surcada. Aquí el somnoliento coloso del trabajo duro, ennoblecido por el lirismo salvaje de la multitud, expresa sus fuertes aspiraciones.

Una mulata de ojos de banjo se mueve de mesa en mesa. Lleva medias largas azafrán y tiene el aire refinado de una Borgia. Su bossom, relleno de billetes verdes, es como el Trópico de Cáncer. Canta con sus caderas de tafetán el canto de un cadáver estrangulado. Un foco cenital azul la baña en un burbujeo de aguardiente de endrinas. Hay una furia en sus ojos, en el climax, como ascuas oscuras, y en su boca alada late la abundante sangre. Abiertas sus piernas, se hunde, despacio, como un collar de pecado acariciando the taut plus de un ataúd.

Por encima del zumbido de las voces suenan los ventiladores eléctricos. El humo, soplando en derivas como un cuchillo, separa a los negros de los blancos. Mesas diminutas, girando con bebidas, presionan sus brillantes bordes con fuerza contra los grasientos vientres de los obesos. Bajo las mesas, extremidades inextricables están sumidas en lasciva confusión. Los codos alzados, empujando sus espumosas cabezas, los camareros se deslizan sonriendo, sin alegría. Dejan rastros de caviar, codornices, dientes de oro, ámbar gris pulido y olor a almizcle. Grandes gaviotas, desmayándose con avaricia, siguen en su estela. El zumbido aumenta y se eleva a rugido batido por la falta de propulsores.

La música estalla con un accidente de latón. Todo tiembla y brilla en la loca presión de la carne. Un rayo de mórbido verde invade las figuras arremolinadas que se arrojan al suelo. El saxo bala una ola horripilante a través del frenesí. De pronto, por encima de las voces conflictivas del coro, la bocina resuena con descaro carbólico y las figuras sobre el escenario son galvanizadas con lujuria. Un gran giro de ébano raspando el techo con su varita, Sap Sapolio Sapiens rechina los dientes en estremecedor éxtasis, un acróbata musical en un escenario de delirium tremens. Como el tiro de un druida con creosota, recoge las notas cálidas de la sangre de dragón. De la multitud nace un vapor aromático de alcanfor y pachuli. La música hierve y burbujea en un limbo de ultravioleta. Inquietos y palpitando con un potente ritmo comunicativo, los músicos se unen por ritmos inexplicables. Sus caras son rosas negras bañadas por la noche. Y sobre las rosas negras, el tambor deja caer sus destellos rítmicos.

Con el amanecer terminan la jornada, como fontaneros sindicales. El suelo, vacío como un canal, emite el frío brillo de cera de un cadáver. Arroja una luz pálida sobre la reina de espadas que arrastra los pies hacia el guardarropa. Arrancadas sus medias azafrán, exhibe los pétalos marchitos de su encanto agotado. Se acurruca como una alta flor venérea besada por un rocío venenoso.

Una cadena de muñecas de aserrín, algunas blancos, otras marrones, algunas negras como la prostituta real del Apocalipsis, se enfilan hacia las calcáreas calles salpicadas del amanecer. Se balancean con vigor lascivo en sus diminutos zapatos de tacón alto.

El Great-I-Am, envuelto en un collar de celuloide, camina avenida abajo. Bajo su brazo hay una urna funeraria negra conteniendo el aliento de las plagas de Egipto. Camina como una hermosa nube de la noche, masticando el palustre exudado del blues. En el techo del cielo las estrellas se tambalean en un vértigo lechoso y la aurora tiembla con notas de trombón. En sus parciales superiores el piano de la luz propaga un brillante glamour de belleza derretida. Los ángeles del cielo se reafirman con los cálidos y exuberantes obbligatos.



sábado, 13 de julio de 2013

Holden y Gatsby

The Roaring Twenties.

A más de uno os habrá pasado eso de enamorarse de un libro, o de un personaje, o de una historia en el que uno desearía vivir para siempre. A mí me suele pasar con los libros que se ambientan en Nueva York.

Dos de los personajes más carismáticos de la literatura, Holden Caulfield y el Gran Gatsby, han sido algunos de mis ilustres guías turísticos.

Me pregunto qué hubiera pasado si se hubieran conocido mi querido Holden, quintaesencia adolescente, y el paradigma del norteamericano hecho a sí mismo, Jay Gatsby. Probablemente se habrían corrido unas buenas juergas juntos, y el bueno de Jay le habría dado útiles consejos sociales al rarito de Holden.

Ambas historias tienen un comienzo magnético y atrayente, precisamente por todas las cosas que los autores no escriben directamente. Scott Fitzgerald ya nos habla de las conductas humanas desde la primera página. Salinger nos introduce directamente en el mundo contradictorio de Holden. Son dos genios, que despiertan simpatía porque no fueron muy reconocidos en su tiempo, y sus diferentes visiones de Nueva York son complementarias.

Holden y Gatsby tienen algo muy claro en común: sus inseguridades. La gente que critica la versión de Luhrmann por ser muy discotequera, no ha leído o no ha entendido "El Gran Gatsby". Todos los actores de esta película se sumergen en la complejidad de los personajes, y el misterioso Gatsby no es más que un hombre con miedo. Miedo a perder a su amor de la juventud, miedo a ser pobre y miserable, miedo a no ser reconocido, miedo a decir en voz alta que la cagó en el pasado y que ya no hay vuelta atrás, miedo a ser común, ordinario, uno más.

Chinchín.
Total que Gatsby es así, muy espléndido, con turbios negocios en Chicago, y toda Nueva York va a sus fiestas sin conocerle, pero en realidad ve a Daisy y se ruboriza como un colegial.

Los miedos de Holden son diferentes, y no sabe esconderlos: o bien te los confiesa abiertamente o bien se le escapa alguna mentirijilla y le pillas, como cuando habla de su hermano.

Holden es diferente, no tiene ni que intentarlo. Como buen adolescente, vive en una constante decepción conforme va descubriendo cómo actúan los mayores, y se queja. Se queja mucho y de todo. Puede resultar cansino, pero tiene un sentido literario: el inconformismo, la negación a crecer y convertirse en aquello que más detesta: un adulto hipócrita y conformista. Holden es Holden, te va a decir verdades que no te van a gustar, verdades sobre ti mismo/a que no te habrías planteado antes, y te va a tocar las narices un montón. Y si no te gusta, pues te lees otro libro.

Por cierto, uno de mis blogs preferidos (y quizás de lo mejorcito que hay hoy en día en la blogosfera): Manual de un buen vividor, de El Guardián entre el centeno. Muy fan de este señor y de sus escritos.

Dicen que estas dos novelas son algunas de las candidatas a gran novela norteamericana. Ese Quijote que no han encontrado aún, dicen. Bueno, mi opinión no creo que le importe a nadie, pero para qué quieren un Quijote si tienen cientos de libros maravillosos, y Salinger y Fitzgerald son sólo dos ejemplos de grandes autores norteamericanos, que no los únicos.

Dicen que las últimas obras que han revolucionado la literatura americana hoy en día son "La broma infinita" de David Foster Wallace, y "Libertad" de Jonathan Franzen. Los tengo en lecturas pendientes, y caerá reseña. Pero, insisto, que los yanquis no tienen por qué seguir empeñados en consagrar a un Cervantes o un Quijote (otra cosa que vemos en "El Gran Gatsby" y que me asombra: lo obsesionados que están los americanos con todo lo colosal, lo grandioso, el tamaño extra grande, el super size, tamaño familiar o mastodóntico. El caso es dar el espectáculo. Les encanta)

Bueno, puede que la peli de Luhrmann sí que sea un pelín purpurinesca. Pero es necesario.

Así que, si no se os ocurría qué leer este verano y no tenéis pasta para ir a NY, aprovechad estas sugerencias. Aquí os dejo el Mapa Literario de Manhattan que ofrece el New York Times.

Tenéis para rato.


domingo, 27 de enero de 2013

So You Want To Be A Writer


si no brota de ti a borbotones
a pesar de todo,
ni lo intentes.
a menos que te salga por voluntad propia
del corazón y la mente y la boca
y las entrañas,
ni lo intentes.
si tienes que permanecer horas sentado
mirando la pantalla del ordenador
o encorvado sobe la
máquina de escribir
en busca de palabras,
ni lo intentes.
si lo haces por el dinero o
la fama,
ni lo intentes.
si lo haces porque quieres
mujeres en la cama
ni lo intentes.
si tienes que sentarte y
rehacerlo una y otra vez,
ni lo intentes.
si sólo pensar en ello ya te cuesta trabajo,
ni lo intentes.
si quieres escribir como algún
otro,
olvídalo.

si tienes que esperar a que salga de ti
con un rugido,
entonces espera tranquilo.
si no llega a salir de ti con un rugido,
dedícate a otra cosa.
si primero se lo tienes que leer a tu esposa
o a tu novia o tu novio
a tus padres o quienquiera que sea,
no estás preparado.

no seas como tantos otros escritores,
no seas como tantos miles de
personas que se llaman escritores,
no seas soso, aburrido y
pretencioso, no te dejes consumir por el
narcisismo.
las bibliotecas del mundo
se han dormido de
aburrimiento
con los de tu calaña.
no lo empeores.
ni lo intentes.
a menos que te salga
del alma como un cohete,
a menos que creas que la inactividad
te llevaría a la locura o
al suicidio o al asesinato,
ni lo intentes.
a menos que el sol en tu interior te
abrase las entrañas,
ni lo intentes.

cuando de veras sea la hora,
y si estás entre los escogidos,
cobrará vida por
si mismo y seguirá cobrándola
hasta que mueras o muera
en ti.

no hay otra manera.

ni la hubo nunca.


(Charles Bukowski, "So You Want To Be A Writer", en Escrutaba la locura en busca de la palabra, el verso, la ruta).


*

sábado, 26 de enero de 2013

"Escribí, escribí sólo para no morirme"


Pregúntale al polvo. 

John Fante (1939).

Editorial Anagrama, colección Panorama de narrativas (2001)
205 páginas,  7,90 €.
ISBN 9-788433-969415

Prólogo de Charles Bukowski (1980).


A veces te encuentras descubriendo a algún gran autor norteamericano, que en mi opinión es una nación afortunada por no tener un Cervantes y seguir buscando su novela definitiva. Yo no podría elegir, si os digo la verdad. Me quedo con H. D. Thoreau, Poe, Melville, Scott Fitzgerald, Salinger, y con Bradbury, Asimov, con John Kennedy Toole, y con Bukowski, Kerouac, Paul Auster.... 

En fin, ¿quién puede elegir? Que me diga cómo. 

Y un amigo me descubrió a John Fante. O a Arturo Bandini, como prefieran llamarle, un norteamericano de origen italiano que retrató la ciudad de Los Ángeles como nadie. Pues bien, no me lo recomendó exactamente, sino que me dijo "No me está gustado mucho, es demasiado tópico", pero al leer el prólogo de Bukowski, no me quedó más remedio que empezar a leer.

Quizás hoy nos puede resultar algo tópico la trama o el carácter de los personajes, pero en su época, Bukowski se sorprendió. Y no creo que fuera un hombre fácil de sorprender. 

Arturo es un escritor italoamericano, a ratos orgulloso de sus orígenes, a ratos avergonzado porque se siente aislado. Sólo ha publicado un cuento en una pequeña revista, pero le basta para presentarse como escritor, regalar ejemplares de su cuento a cualquiera que quiera leerlo o fantasear con ser un escritor de renombre. El ego: esa versión maligna, vanidosa, ciega y sorda de nosotros mismos.


Idolatra a su editor e inspirador, de alguna forma una figura paterna para él: J. C. Hackmuth (hago notar que los yanquis le dan una especie de importancia mística a los nombres compuestos, no sé por qué, pero les encanta). Y tenemos la ciudad de L.A., un gag hecho ciudad, lleno de gloria y pobreza, como puedes comprobar al pasear por sus bulevares malditos, sus clubs nocturnos y conociendo a sus mujeres. Ah, sus mujeres. 

En fin, esta ciudad ofrece a Bandini (a Fante, a Bukowski) comprender el miedo, la farsa y el contraste de todas las contradicciones reunidas en una ciudad.

“He vomitado al leer su prensa, he leído sus libros, observado sus costumbres, comido su comida, deseado a sus mujeres, abierto la boca ante el arte que producen. Pero soy pobre, mi apellido termina en vocal, me odian a mí y odian a mi padre, y al padre de mi padre, y si por ellos fuera, me sacarían la sangre, me sacrificarían, pero ya son viejos, agonizan al sol y en el polvo tórrido del camino, y yo soy joven y estoy lleno de esperanzas y de amor por mi patria y mi época, y cuando te llamo hispana y aceitosa, no te lo digo con el corazón, sino por el resabio de una antigua herida, y siento vergüenza por el daño que te he hecho”. 

Nuestro Arturo es un veinteañero, algo pardillo, pero no inocente del todo. Su actitud a veces bipolar me ha arrancado alguna que otra sonrisa, ya que todos hemos sido presa de nuestras propias contradicciones alguna vez. Sabemos lo que está bien y lo que está mal, pero a veces nos cansamos de hacerlo todo bien, y a todo ser humano le viene bien cometer errores de vez en cuando, disfrutar de esa sensación de vértigo en el estómago cuando te sabes en el lugar equivocado y en el momento equivocado.

Así que los personajes de las mujeres y cómo las ve Bandini en diferentes momentos de la historia nos puede dar una idea aproximada del carácter contradictorio y sensible de este escritor de tres al cuarto. Está Camila, la camarera, a veces musa inspiradora y amor épico, y a veces rata de alcantarilla hispana. La mujer redentora es la madre que le envía dinero cuando pasa por dificultades, a la que quiere mucho, pero es un punto de unión entre lo sagrado (Virgen María) y lo profano (luego se gasta el dinero en irse de copas). Y no olvidaré a Vera Rivken, la mujer sabia y herida, que conseguirá inspirar a Bandini lo suficiente como para que se siente delante de su máquina de escribir para algo más que para escribirle cartas a Hackmuth. 

Y, por qué no considerarlo mujer, el mar. Es un umbral a otro mundo, el que da la vida y la quita, y para un italiano ha de ser imposible olvidar su relación con el mar, que juega una parte esencial en la historia. 

También utiliza una palabra que hoy en día está en desuso por no ser políticamente correcta: razaLa raza, ¿creéis que sigue existiendo? Los científicos dicen que desde que terminó el proceso colonizador y empezó la globalización, estamos todos tan conectados que ya es casi imposible hablar de razas, sino de etnias o grupos culturales. Pero en Los Ángeles en los años treinta la gente era pobre y había razas. Los apellidos terminaban en vocal, la vergüenza se escondía, el orgullo se fingía, las apariencias se guardaban. Todo esto es lo que forma parte del American dream.

Y nuestra historia termina en el polvo, en lo que pudo ser y nunca será, y en el desierto, que siendo el opuesto del mar, es algo mucho peor. Fante nos dice que el desierto es la pérdida, una nada más terrible que la muerte.

¿Qué sentido tiene la vida de Arturo Bandini, si polvo fuimos y en polvo nos convertiremos?

Quizás no tenga ninguno. Quizás Bandini tenga cierto talento encontrando la belleza en la basura, como Baudelaire, que sabía que en la basura las flores crecen con más fuerza. Quizás no tenga sentido la vida de nadie y bien le vendría al planeta un cataclismo. Puede ser. La belleza seguirá existiendo sin Fante y sin Bandini, pero ellos pudieron vivir gracias a la belleza. Y recuerdo una frase de Neruda que, hasta la fecha, es la mejor excusa que he encontrado.